15 de abril de 2015

Mi taxista, un tenista y yo.












El basket se está despidiendo, se nos escurre entre los dedos, en gran parte por culpa de esta comisión.

Quizás debamos volver al fútbol 5, es más para nosotros. Es un deporte deforme que bajo el disfraz de divertimento social, de encuentro de amigos o de aislados desafíos, nos enfrenta a un grupo de ya viejos chotos con la más patética versión de nosotros mismos.

No digo que sólo lo juguemos varones de cuarenta, pero noto que cuando un grupo que cumple esa condición lo hace, el evento adquiere su pico más alto de horribilidad, por lo tanto define y representa a la actividad en sí misma.

Se suele decir “Messi es el fútbol”, me baso en el mismo parámetro.

Hace unos años, de noche, después de jugar y perder malamente un desafío contra los ex compañeros de colegio de la mujer de un amigo, caminaba por Nuñez buscando un taxi.

Encontrarlo no fue una buena cosa.

Nunca me gustó elegir el taxi en el que voy a viajar. No me gusta. No me gusta evaluar su apariencia, ni si fuma el chofer o no fuma, si es radio taxi o un auto semi destruído deseoso de secuestrarme.

El taxi que elegí esa noche en Nuñez hubiera sido descartado por cualquier sommelier de taxis más o menos sensato.

El chofer, un viejo desparramado en su asiento, envuelto en humo, humedad, abandono y olor a perdida me ayudó a abrir la puerta de su Renault.

Le di la dirección de casa, me miró por el espejo y con el movimiento de sus ojos, azules y acuosos, me dio a entender que la información había sido recibida correctamente.

Los ambientes, el espacio que comparto con el resto de las personas siempre me afecta enormemente y no puedo resistirme. A los segundos de compartir viaje, me fundí y tomé como mío todo lo que ese taxi implicaba.

La depresión, el encierro, la mugre, las oportunidades desperdiciadas, la injusticia y la marginalidad que le atribuí se me pegaron por todos lados.

Éramos una sola cosa y viajábamos como podíamos para casa.

Doblando por Congreso, pegados a la vía, mi taxista hizo una maniobra que sintetizaba su desprecio por nuestra existencia encerrando a una lustrosa 4x4, pasándole finito y ubicándose delante suyo, rezagando al tanque lujoso y obligándolo a maniobrar de acuerdo a nuestra voluntad.

Yo estaba entregado a la experiencia, no medí riesgos, no me asusté, tampoco imaginé que el conductor de la 4x4 iba a verse tan afectado en su autoestima de macho argentino como para empezar a perseguirnos como un demente.

Una persecución berreta y con interrupciones por las calles adoquinadas de Nuñez hacia Belgrano. Con insultos y amenazas pero respetuosa de los semáforos. Por mi parte mantuve el silencio, no le pedí nada a mi taxista, no me importaba, iba adormilado por el rancio perfume de la humedad, preocupado apenas por el asma que empezaba a hacer su gloriosa aparición en mis pulmones, respondiendo al llamado de los ácaros del entorno.

Finalmente nos interceptó, se cruzó y derrapó virílmente, como en Swat o en Sheriff Lobo. El conductor se bajó y encaró al viejo para destruirlo.

Era un fino tenista, prolijo, canchero, musculoso, cuarenta años mejor llevados que los míos. Si hubiera estado viajando con él no me sentiría tan sucio ni tan asmático, si probablemente más lindo, más garca y más proclive a vengarme de la ofensa del viejo taxista.

El tenista se asomó a la ventana abierta del taxi y empezó a golpear violentamente al tachero que no se defendía para nada, o eso parecía.

La lluvia de puños, saliva e insultos logró finalmente sacarme de mi parálisis.

Intervine.

Desde el asiento de atrás me puse entre el viejo y el tenista, devolviendo las trompadas que el taxista no daba. Me sorprendieron los pinchazos y la sangre.

Lo que no sabíamos, ni el tenista ni yo, era que el viejo tenía una punta oxidada, una navajita con la que sistemáticamente y con prolijidad fue transformando en colador al cancherísimo conductor de la 4x4, yo fui solamente daño colateral del accionar guerrillero.

Llegó la policía. La sorpresa y la sangre hace rato habían suspendido la pelea.

Al tenista se lo llevó una ambulancia, la cárcel fue el destino de ese monstruo de dos cabezas que éramos mi taxista y yo.

Pensándolo bien, lo del basket no es tan mala idea.